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domingo, 12 de junio de 2011

La vida es un constante reto 2


Extracto de "Viaje a Ixtlan" de Carlos Castaneda. No pongo en cursiva para favorecer su lectura.


-¿Se le ha ocurrido alguna vez, don Juan, que a lo mejor no quiero cambiar?

-Sí, se me ha ocurrido. Yo tampoco quería cam­biar, igual que tú. Sin embargo, no me gustaba mi vida; estaba cansado de ella, igual que tú. Ahora no me alcanza la que tengo.

Afirmé con vehemencia que su insistente deseo de cambiar mi forma de vida era atemorizante y arbitra­rio. Dije que en cierto nivel estaba de acuerdo, pero el mero hecho de que él fuera siempre el amo que decidía las cosas me hacía la situación insostenible.

-No tienes tiempo para esta explosión, idiota -dijo con tono severo-. Esto, lo que estás haciendo ahora, puede ser tu último acto sobre la tierra. Pue­de muy bien ser tu última batalla. No hay poder capaz de garantizar que vayas a vivir un minuto más.

-Ya lo sé -dije con ira contenida.
-No. No lo sabes. Si lo supieras, serías un ca­zador.

Repuse que tenía conciencia de mi muerte inmi­nente, pero que era inútil hablar o pensar acerca de ella, pues nada podía yo hacer para evitarla. Don Juan río y me comparó con un cómico que atraviesa mecánicamente su número rutinario.

 -Si ésta fuera tu última batalla sobre la tierra, yo diría que eres un idiota -dijo calmadamente-. Es­tas desperdiciando en una tontería tu acto sobre la tierra.

Estuvimos callados un momento. Mis pensamien­tos se desbordaban. Don Juan tenía razón, desde luego.

-No tienes tiempo, amigo mío, no tienes tiempo. Ninguno de nosotros tiene tiempo -dijo.
-Estoy de acuerdo, don Juan, pero...
-No me des la razón por las puras -tronó-. En vez de estar de acuerdo tan fácilmente, debes actuar. Acepta el reto. Cambia.
-¿Así no más? .


-Como lo oyes. El cambio del que hablo nunca sucede por grados; ocurre de golpe. Y tú no te estás preparando para ese acto repentino que producirá un cambio total.

Me pareció que expresaba una contradicción. Le expliqué que, si me estaba preparando para el cam­bio, sin duda estaba cambiando en forma gradual.

-No has cambiado en nada -repuso-. Por eso crees estar cambiando poco a poco. Pero a lo mejor un día de éstos te sorprendes cambiando de repente y sin una sola advertencia. Yo sé que así es la cosa, y por eso no pierdo de vista mi interés en convencerte.

No pude persistir en mi argumentación. No estaba seguro de qué deseaba decir realmente. Tras una corta pausa, don Juan reanudó sus explicaciones.

-Quizás haya que decirlo de otra manera -dijo-. Lo que te recomiendo que hagas es notar que no te­nemos ninguna seguridad de que nuestras vidas van a seguir indefinidamente. Acabo de decir que el cambio llega de pronto, sin anunciar, y lo mismo la muerte. ¿Qué crees que podamos hacer?

Pensé que la pregunta era retórica, pero él hizo un gesto con las cejas instándome a responder.

-Vivir lo más felices que podamos -dije.
-¡Correcto! ¿Pero conoces a alguien que viva feliz?

Mi primer impulso fue decir que sí; pensé que po­día usar como ejemplos a varias personas que cono­cía. Pero al pensarlo mejor supe que mi esfuerzo sería sólo un hueco intento de exculparme.

-No -dije-. En verdad no.


-Yo sí -dijo don Juan-. Hay algunas personas que tienen mucho cuidado con la naturaleza de sus actos. 
Su felicidad es actuar con el conocimiento pleno de que no tienen tiempo; así, sus actos tienen un poder peculiar; sus actos tienen un sentido de...

Parecían faltarle las palabras. Se rascó las sienes y sonrió. Luego, de pronto, se puso de pie como si nuestra conversación hubiera concluido. Le supliqué terminar lo que me estaba diciendo. Volvió a sentarse y frunció los labios
.
Los actos tienen poder -dijo-. Sobre todo cuan­do la persona que actúa sabe que esos actos son su última batalla. 
Hay una extraña felicidad ardiente en actuar con el pleno conocimiento de que lo que uno está haciendo puede muy bien ser su último acto sobre la tierra. 
Te recomiendo meditar en tu vida y contemplar tus actos bajo esa luz.

-Yo no estaba de acuerdo. Para mí, la felicidad consistía en suponer que había una continuidad in­herente a mis actos y que yo podría seguir haciendo, a voluntad, cualquier cosa que estuviera haciendo en ese momento, especialmente si la disfrutaba. 

Le dije que mi desacuerdo, lejos de ser banal, brotaba de la convicción de que el mundo y yo mismo poseíamos una continuidad determinable.

Don Juan pareció divertirse con mis esfuerzos por lograr coherencia. Rió, meneó la cabeza, se rascó el cabello, y finalmente, cuando hablé de una "conti­nuidad determinable", tiró su sombrero al suelo y lo pisoteó.
Terminé riendo de sus payasadas.

-No tienes tiempo, amigo mío -dijo él-. Ésa es la desgracia de los seres humanos. Ninguno de nos­otros tiene tiempo suficiente, y tu continuidad no tiene sentido en este mundo de pavor y misterio.

"Tu continuidad sólo te hace tímido. 
Tus actos no pueden de ninguna manera tener el gusto, el po­der, la fuerza irresistible de los actos realizados por un hombre que sabe que está librando su última ba­talla sobre la tierra. 
En otras palabras, tu continui­dad no te hace feliz ni poderoso."


Admití mi temor de pensar en que iba a morir, y lo acusé de provocarme una gran aprensión con sus constantes referencias a la muerte.
-Pero todos vamos a morir -dijo.

Señaló unos cerros en la distancia.
-Hay algo allí que me está esperando, de seguro; y voy a reunirme con ello, también de seguro. Pero a lo mejor tú eres distinto y la muerte no te está es­perando en ningún lado.

Rió de gesto de desesperanza.
-No quiero pensar en eso, don Juan.
-¿Por qué no?
-No tiene caso. Si está allí esperándome, ¿para qué preocuparme por ella?
-Yo no dije que te preocuparas por ella.
-¿Entonces qué hago?
Usarla. Pon tu atención en el lazo que te une con tu muerte, sin remordimiento ni tristeza ni pre­ocupación. Pon tu atención en el hecho de que no tienes tiempo, y deja que tus actos fluyan de acuerdo con eso. 
Que cada uno de tus actos sea tu última batalla sobre la tierra. 
Sólo bajo tales condiciones tendrán tus actos el poder que les corresponde. 
De otro modo serán, mientras vivas, los actos de un hom­bre tímido".


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